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El elegante ejercicio de la evocación Reseña sobre “El niño perdido” de Thomas Wolfe

La primera vez que supe sobre Thomas Wolfe fue al ver Genius (2016), película dirigida por Michael Grandage y estelarizada por Jude Law y Colin Firth. La historia narra el descubrimiento de la literatura de Thomas Wolfe (Jude Law), su auge y decadencia personal de la mano del célebre editor y gran amigo suyo, Maxwell Perkins (Colin Firth). Aunque las referencias del film se centran en la creación de las obras capitales “El ángel que nos mira” (1929) y “El tiempo y el río” (1935) fue evidente la sensibilidad poética en la voz de Wolfe, me encontré ante un lirismo bastante particular y sin duda más que atractivo.

En 1937 se publica “El niño perdido”, un relato corto que posee tintes autobiográficos, lo cual ya supone un gran reto para un escritor y una dicha al mismo tiempo ¿Qué hablaramos si no es de la memoria? Aunque a simple vista parezca un ejercicio inútil y poco saludable, puede llegar a dar agridulces frutos. Este es el caso de “El niño perdido”. El relato nos cuenta que, Grover es un niño de 12 años dueño de una sensibilidad y madurez inusuales, quien muere a temprana edad. El relato consta de cuatro capítulos, en cada uno hay un distinto narrador y desde luego el mismo Thomas Wolfe es uno de ellos.



La evocación de este niño perdido se construye a base de la memoria, fotografías, el relato de la hermana mayor y la imprecisión del recuerdo de un Thomas de apenas cuatro años. El tiempo de la narración divaga entre la infancia y la etapa adulta de los personajes (madre, hermana y Thomas), todo esto ambientado en el San Louis de 1904 donde es notable un carácter provinciano. El primer capítulo nos pone al tanto de Grover y el contexto en el que la familia Wolfe se desempeña. Grover es hijo de un escultor quien a pesar de su oficio ha sabido inculcar buenos valores en el muchacho, este último es una especie de observador que a través de las vitrinas estudia a las personas en sus actividades diarias.

Thomas Wolfe nos esboza a un enigmático niño de 12 años, con lo cual se asegura de anclarla a nuestra mente y ya no es posible olvidarlo a lo largo del relato:


Era un niño serio de ojos oscuros, con una mancha de nacimiento en el cuello —parecida a una baya de color marrón— y una expresión amable en el rostro. Demasiado tranquilo, demasiado atento para su edad. Los zapatos gastados, las medias gruesas atadas a la altura de las rodillas, los pantalones cortos, rectos, con tres pequeños e inútiles botones a cada lado, la camisa de marinerito, la vieja y maltratada boina, que ya casi no tenía forma, apoyada de medio lado sobre aquella cabeza de cuervo, la sucia y deteriorada mochila de lona colgando del hombro, vacía de momento, pero en espera de los papeles arrugados de la tarde. (Wolfe, 1937. P.5)


Los capítulos segundo y tercero abordan la nostalgia, también el luto y la negociación experimentada por la madre de los hermanos Wolfe más de treinta años después del fallecimiento de Grover. Es imprescindible resaltar que no solo hay una evocación a la pérdida del hijo, también se rememora toda una época ya extinta. En el capítulo tres esto se hace evidente en el relato de la hermana:

¡Dios mío! Cuando voy al pueblo y camino por la calle y veo a todos esos chicos y chicas con ese aspecto tan gracioso pululando por la cafetería… me hace pensar… Quiero decir, esas caritas tan graciosas… Y esa forma tan graciosa que tienen de hablar… ¿Crees que nosotros éramos así?… Quiero decir, con todas esas cositas tan graciosas y de tan mal gusto… ¿Nos imaginas así?… Con esa forma de hablar tan mona, ya sabes… ¿He elegido la palabra correcta?… ¿Entiendes? Cosas monas… Te hace pensar… ¿Crees que piensan en otra cosa que no sea pulular por la cafetería y decir cosas monas?… Me gustaría saberlo… ¿Crees que alguno de ellos tiene ambiciones como las teníamos nosotros?… ¿Crees que alguna de esas chicas tan graciosas está pensando en hacer una gran carrera en la ópera?… (Wolfe, 1937. P.37)

Wolfe es dueño de un laborioso y elegante ejercicio de la memoria. El poder evocador del relato raya en lo poético, pero no llega a abrumarnos, al contrario, logra embelesar el tiempo ya desaparecido. No la memoria edulcorada, no, si no una memoria que se atesora a pesar de su inutilidad, memoria que sin embargo es vital para entender lo que aún nos queda entre las manos.


El cuarto capítulo es la resignación total, no importa el tiempo transcurrido porque dentro de nosotros las cosas pueden seguir ocurriendo, como un evento cíclico una y otra vez, con el pasar de los años solo podemos ir jugando con ello como si de patear viejas botellas en el camino se tratase.

El reencuentro con la vieja casa de la familia Wolfe más de treinta años después resulta amargamente gratificante para Thomas, quien finalmente da con el edificio luego de merodear por una San Louis casi irreconocible: los caminos de tierra reemplazados por las avenidas, las pequeñas tiendas ahora convertidas en grandes y cegadores negocios, los nombres de las calles han cambiado al punto de alienar al viejo inquilino. El capítulo cuarto es también la resignación de que una época ha terminado o al menos, todo aquello ha cambiado al punto de desconocerlo o de ya no ser recibido en ese espacio que alguna vez le perteneció.


No le dije estas cosas sobre la avenida King porque miré a mi alrededor y vi en qué se había convertido la avenida King. La avenida King era una calle, una calle ancha y bulliciosa, con nuevos hoteles y luces brillantes y rebaños interminables de coches que iban y venían. Lo único que podía decirle era que la calle se encontraba cerca de la avenida King y que la casa estaba en una esquina y que una línea del tranvía interurbano pasaba cerca de allí. Dije que era una casa de piedra y que tenía peldaños de piedra en la fachada y un pequeño rectángulo de césped. Le dije que creía que la casa tenía una torrecilla en una esquina, pero no estaba seguro.

Los dos hombres se volvieron para mirarme y uno de ellos dijo: «Esto es la avenida King, pero nunca hemos oído hablar de una calle así». (Wolfe, 1937. P.47)


“El niño perdido” de Thomas Wolfe me ha parecido tan exquisito como tiernamente desgarrador por mis propios motivos personales, no obstante, creo que es un testimonio de como la memoria, el verbo y el amor pueden dar como fruto una obra poderosamente evocadora. Tarde o temprano, nosotros mismos podemos ser el niño perdido de algún relato o por lo menos llegar a perdernos con poca o nula dignidad en el proceso. En todo caso, puede que lo único bueno de estar perdido sea la oportunidad de poder encontrarnos a nosotros mismos.


Aldo Vásquez


 
 
 

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