Adiós Macondo 1984.
- Madeline Mendieta
- 3 abr 2023
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 4 abr 2023
Textos basados en la obra de Lleca Teatro.

Rebeca, suelta el talego, los huesos de tus padres se los han comido los perros. Eso que cargas son tus uñas, tu mierda petrificada que has guardado y que comes cuando la locura te quema. Lucía, Rebeca los traficantes de pieles te tiraron en los algodonales, apareciste cubierta, cubierta de piojos el pelo endurecido y la piel con la mugre pegada. Aureliano soñó con una muñeca vieja, ennegrecida del hollín de un incendio. Así llegaste Rebeca Lucía, ciega de palabras, rasgando las paredes para comerte la cal y la tierra. Como un animal salvaje, tuvieron que amararte para que el agua limpiara tu cuerpo. Ensimismada en tu jaula esquizofrénica te acurrucabas chupándote el pulgar, meciéndote con tus piernas. Esa carta Lucía, revelaba que eras hija de unos parientes lejanos, desterrados porque eran la vergüenza de la familia, por eso nunca fuiste parte. La vergüenza la cargaste como el Cirineo cargo una cruz ajena. No tuvieron piedad en confinarte hasta el último de tus días porque tu diferencia cargaba la amenazante pena de decir que debajo de piel los eslabones de la sangre ataban un pavor congénito: la locura. Eso heredaste. La demencia sin cura, y la oscuridad de tu propio infierno. Ciega de razón, te confinaron entre barrotes sin crimen alguno solo ser de una familia de terratenientes con el gatillo suelto. Rebeca Lucía, tu pequeño cuerpo de 11 años sufrió el vejamen de un estropajo para quitarte lo bastarda, lo recogida, lo huérfana y lo desquiciada, eso te decían mientras te rasgaban tus finas hebras y tu dedo en la boca era el único biberón, pecho, refugio que tuviste hasta el último de tus días.

Mi cuerpo inerte de palabras, lo sostienen cabezas encapsuladas de insomnio. Era la peste, dijo una voz, casi un trémulo gemido que escapó de bocas amordazadas. El aleteo de mariposas de amarillas alas pululan sobre mi figura desplomada, tal lienzo donde diminutas pisadas danzaban “lentas y largas de hábil sutura”. Pude ver cómo mi herida infancia reptaba con silentes pasos sobre mi cuerpo. Mi orfandad dejando huellas, cicatrices indelebles, mi última lágrima derrapó por mi mejilla y la inocente mano atenuó el llanto de este cadáver que siguió muriendo.

El incesto acechó a mis abuelos y huyeron. La cercanía sanguínea provocó que la siguiente generación nacieran con una protuberancia en la parte baja de la espalda, como una pequeña cola de cerdo. Después los sucesivos, les cambiaron sus facciones, orejas puntiagudas y gruesas, hocicos en vez de nariz y boca. Al inicio usaban pasamontañas para cubrir sus grotescos rostros…hasta que llegó él. En 1984 lo nombraron El coronel. Se fijó en mi madre y a los pocos años en mí. La vergüenza desfiguró mi voz y viví en una jaula hasta que perdí la memoria. Años más tarde me quité la túnica para reconocer el cuerpo acribillado y enrojecido. ¿Es él? preguntaron y sólo respondí: qué lástima que no fuera quien apretó el gatillo.

El cuerpo tendido del Coronel quien no tenía quién le escribiera cartas. Al final, no somos más que eso un saco de imperfecciones sostenido por mitos y huesos. El héroe sin fusil fusilado, por sus propias armas: la traición, la aguerrida mentira de las banderas airadas por bocas eufóricas que vociferaban tu nombre en parques, plazas y barriadas. Adiós al Mito, al poeta masacrado por sus rimas, al veterano guerrillero que salió a recorrer el mundo en una motocicleta. Adiós Macondo y tus trasnochados pobladores esperando a los gitanos que regresen, con un espejo, una esfera cristalina que adivine el futuro del pueblo olvidado durante cien años de soledad.

Ella carga el cadáver de su hermano fusilado. Perseguido por amar a otros hombres y dormir con gitanos. Carga su osamenta, porque la carne fue devorada por carroñeros del ministerio de la tolerancia. Amaranta, la adivina te leyó las cartas. La bruja te tiró los caracoles. Su destino estaba marcado cuando regresó de la guerra en el país de los lagos volcánicos. Llevas sobre los hombros unos huesos descarnados. Buscas sepulcro para tu hermano desterrado. No hay lágrimas en tu rostro. Solo una mueca apretujada, un temblor en las cuencas vacías. Ciega, deambulas por las calles polvorientas. Nadie te puso sobre aviso. Nadie se acercó a declarar pesadumbre. Nadie recuerda aquella funesta noche que enterraste a tu hermano con tus propias manos.

El olor a pólvora bañó los rostros desvencijados de los habitantes de Macondo, quienes después de la peste del insomnio caminaban errabundos sin memoria. Sólo el golpe seco de la caída de un cuerpo, los movió de su letargo somnoliento. El fusilado, el camuflado de sangre les sacudió un recóndito grito apagado. El coronel había muerto, el mito no era más que un pedazo de hielo como el que mostró Melquiades una tarde que miles de mariposas cubrieron el cielo y frente a un pelotón un niño atraparía ese momento cuando las balas le carcomieron la sangre.

Fueron invitados a la última cena y entre ellos estaba el traidor. El que recaudaba los impuestos, vendió por unas cuántos peces de oro a Melquiades, el alquimista quien descubrió cómo convertir el cobre en oro. Esa misma noche, tiraron la puerta y se lo llevaron. Después de la tortura llamaron a su primo Juan y ambos fueron expulsados. Caminaron cuarenta días y noches hasta llegar a un pueblo donde las cosas aún no estaban nombradas, ambos lo llamaron Macondo.

Cuerpos inéditos, cadáveres sordos que languidecen por el asfalto. Cadenas que se arrastran bajo un manto de látigos. Mi cuerpo, mi verdad. Remedios, no asistas a esa fiesta. Hay un Chivo que observa todo, le dicen el Oráculo. Los ojos inertes cubiertos de mala hierba han crecido las mentiras y todo es un profundo matorral de los siete pecados capitales. La lujuria de sangre, los árboles petrificados, las venas contraídas por la avaricia, el hilo de sangre que recorrió todo el pueblo sediento de esperanzas, de una luz oblicua que sacudiera el insomnio y el olvido. El cuerpo oxidado del coronel empujado por manos que en tiempos pasados le rendían tributo, el hierro no conoce lealtades. ¿Remedios por qué fuiste a la fiesta? el temblor de tus púberes caderas, la flagelación de la fusta del coronel durante todas las noches cuya punzada de dolor es como un cuerno de un toro que embiste con toda su ira desenfrenada. Cuerpos silenciados, despedazados por la bayoneta que hace tiras el recóndito pudor. El oráculo observa como tiritan de miedo esas falanges en la penumbra, en la límite de la pesadilla la horripilante sombra acude a engullir el aliento, la degradante baba, la torcidas muecas del bruxismo. Rebeca, 17 hombres reclamaron la paternidad del coronel. Nadie reclamó tu cuerpo que sigue amordazado en una fosa, atado al árbol de patio, a cuestas de un cuerpo que vierte pasos hacía el vértigo de la soledad.
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